La Iglesia católica no da puntada sin hilo. Tampoco es cogida desprevenida ante ningún acontecimiento. Y en cada uno de ellos reacciona con los análisis que le interesa. Gana todas las guerras por más que a veces pueda parecer lo contrario. Ha sido la tónica general en los 1700 años–no 2000– de historia, desde que Constantino, en el siglo IV consideró que le iría bien al Imperio, al poder para mantenerse.
Siempre ha sido así porque en sus formas, intenciones y hasta liturgias, lo que hoy es el Vaticano no deja de ser la herencia del Imperio romano, con sus vicios, aunque sin muchas de sus virtudes, por ejemplo en lo mucho que aportaban de pluralidad las religiones telúricas, llamadas paganas, culturas milenarias destruidas por el fanatismo, que nos llevó a más de mil años de oscurantismo.
Siempre que interesó a ese Gran Poder nada espiritual y nada celestial, sino muy real y presente, hicieron pequeños cambios que los presentaron como grandes acontecimientos; pero pasado un tiempo se pudo percibir que todo había quedado igual. Para referirnos sólo a los últimos, baste ver la adaptación que se hizo con la llegada de Juan XXIII, que a muchos les pareció que era la gran revolución en la Iglesia. Pero si uno lee muchos de los documentos que se elaboraron el el Concilio Vaticano II, y sobre todo algunos de los planteamientos que se hicieron a continuación, no cambiaba nada sustancialmente.
Después, con Pablo VI, se fueron desmontando todas aquellas ilusiones de muchos católicos de base, aunque lo hizo con cierto sigilo, pero con una señal clara de que no iba a consentir avance alguno–por ejemplo en el terreno de los anticonceptivos– , que a la sazón estaban en el candelero, por el avance que se había logrado en la liberación de la mujer, paralelo a científico en este terreno, que permitía las relaciones sexuales sin la imposición de la procreación indeseada.
Tras Montini, con su reinado plagado de cierta ambivalencia para muchos católicos progresistas, que empezaron a temer que aquello no avanzaba en el sentido progresista, pareció a la vista de muchos que la llegada de Albino Luciani (Juan Pablo I), iba a promocionar un cambio sustancial. Si eso era así o no, queda en el terreno de la duda, aunque viendo cómo acabó, permite creer que algo había de cierto, y sobre todo de cierta ingenuidad, al pensar que el Poder lo permitiría, si de verdad iba en serio. Parece ser que la aguas del río reaccionario de esa etapa transcurrían con muchos más bríos que las progresistas, no sólo en la Iglesia, sino en los grandes países a los que se promocionaba a personajes fundamentalistas, como Reagan en Estados Unidos, o la Tacther en el Reino Unido, que iban a empezar el desmantelamiento de los derechos sociales, que hoy es ya una liquidación casi total. Por los tanto aquel papa según había anunciado, no convenía a los que son el Poder de verdad. Parece ser que al espíritu santo se le coló, pero que supieron corregir a tiempo.
Después, corregido el tiro equivocado, colocando a un fundamentalista reaccionario, más propio de la Edad Media, el polaco Wojtyla que no tuvo ningún empacho en reunirse con dictadores y alabar sus políticas de facto; apoyar a los grandes poderes económicos, al tiempo que amonestaba y le ponía todas la trabas posibles a hombres y mujeres buenos que estaban luchando por la dignidad de sus pueblos, como eran los de la Teología de la Liberación. Pudiendo ver ante miles de personas, cómo amonestaba al sacerdote poeta nicaragüense, Ernesto Cardenal, al más puro estilo inquisitorial, igual que despreciaba a Monseñor Óscar Romero, que reiteradamente le pedía ayuda. Tardó varias semanas en recibirlo en el Vaticano, y la respuesta que le dio cuando le dijo: "están asesinando a mis sacerdotes y a mis feligreses", fue que se pusiera de acuerdo con el gobierno, que no obstaculizara. Un gobierno de El Salvador, de la oligarquía que organizaba Escuadrones de la Muerte, contra personas indefensas. Poco después Monseñor Romero sería asesinado. Nada hizo el que después fuera promocionado para santo por esa monarquía absoluta que es el Reino de Vaticano, que contentaba a unas minorías, que en esencia son los que tienen el poder de la Iglesia y son las oligarquías que mandan en todas partes.
Toda la política llevada a cabo por el polaco ultra, fue la que cocinaba el que después sería su sucesor, el alemán, que no fue capaz de acabar con la fiera que el mismo había ayudado a mantener y engordar: la corrupción, la misma con la que, al parecer, quiso acabar Juan Pablo I y le costó caro. Y la que le ha explotado en las manos a Benedicto XVI.
Ahora volvemos a la misma. La Iglesia está en una situación difícil; es necesario poner en marcha de nuevo la maquinaria para que parezca que realmente se va a cambiar en algunos aspectos, y así será, porque conviene. Tiempo habrá para volverlo a corregir si esos cambios se materializan, por poco que lo sean. Es necesario que masas católicas esperanzadas y tantas veces desilusionadas, se lo crean y se reverdezca las ilusión que en sí misma es la Iglesia. Pero nada cambiará a largo plazo, por más que así lo crean los que de verdad se sienten solidarios con el imaginario llamado cristiano, de solidaridad.
Y nada cambiará, porque es imposible. Si el Vaticano, el corpus fundamental de la Iglesia cambiara, entonces desaparecería tal como la diseño Constantino y la han ido adaptando a través de los siglos. La Iglesia es un poder, un poder absoluto para unos fines nada espirituales. Si eso se abandonara, adquiriría una dimensión diferente, pero entonces carecería de la función que ha tenido durante tantos siglos de apoyo a los poderosos. Y eso, de ninguna manera entra en los proyectos del Vaticano, haya quien haya sentado en el trono.
No es banal que la Iglesia se oponga al sacerdocio femenino; no que deje de condenar a los matrimonios homosexuales, ni que entre en la modernidad aceptando el preservativo como forma de evitar enfermedades y embarazos no deseados, y a considerar que la sexualidad no es algo condenable y sucio como han venido diciendo durante siglos, al tiempo que se extendía el abuso a menores por muchos miembros de la Iglesia; ni que la mujer sea libre de decidir cuándo desea tener un hijo. No. Porque si la Iglesia aceptara esa parte de avance democrático, ¿qué le quedaría, no a los cristianos, sino al Vaticano y a la Iglesia institucional, que nada atiene que ver con él?
Ahora, tras la desastrosa herencia del polaco ultra y sus apoyos nada evangélicos a los poderosos, era necesario un cambio de rumbo que será de fachada; y de insuflar ilusión. Y que los católicos olviden en lo posible a los dos últimos reyes del vaticano, y se fijen en las prometidas bondades venideras. En eso la Iglesia es maestra, viene prometiendo el paraíso a los pobres, desde siempre, a condición de que aceptemos el valle de lágrimas; y que unos cuantos vivan y disfruten de ese paraíso aquí.
Además, no debe olvidarse que mientras, en muchos países siguen liquidando los derechos sociales. Siguen los desahucios, los despidos, los suicidios, la liquidación de la sanidad pública y de la enseñanza como derechos universales; la corrupción política financiera; de todo lo que están expoliando a la ciudadanía. Nos apabullan con todo el montaje de propaganda que los medios al servicio el Poder. Cuando lo que debiera ser noticia, que una persona se ha suicidado desesperada–que no deja de ser un eufemismo de asesinato–, la noticia es que han cambiado al jefe del Estado de Vaticano. Y lo que debiera ser en España unos medios públicos, están por entero al servicio de la propaganda.
U. Plaza
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