El movimiento asociativo creado en los últimos años del franquismo, jugó un papel muy importante en la lucha contra la dictadura, logrando, incluso en aquellas condiciones adversas conquistas muy importantes, sobre todo en el movimiento vecinal obligando a los jerarcas franquistas de los ayuntamientos a mejorar las condiciones de los barrios, en particular de las periferias, abandonados hasta en lo más elemental.
La llegada del PSOE al gobierno en 1982, con Felipe González como presidente del gobierno, partido casi inexistente en la lucha durante la dictadura. Como se comprobó de inmediato, una de las tareas que se impuso fue el desmantelamiento del movimiento asociativo. Para tal fin los nuevos jerarcas del poder utilizaron métodos muy sutiles, obviamente, que los utilizados por la dictadura, que lo hubiera deseado, pero más letales al fin para los intereses de los ciudadanos. El mero hecho de que se fuera introduciendo la idea entre muchas asociaciones, fuertes y combativas hasta ese momento, de que la subida al gobierno de los socialista–de la izquierda, "de los nuestros", se decía–hacía innecesarias las asociaciones como órganos de lucha reivindicativa, para convertirse en meras coordinadoras de los deseos de los vecinos, que trasladarían sin demasiado ruido a los alcaldes, y que estos, como máximos representantes, solucionarían los problemas.
Pero esa visión política, perfectamente programada por los nuevos jerarcas, para que tuviera el éxito planificado por sus estrategas, en cuya cúpula, naturalmente estaba Felipe González y la dirección del PSOE, y en Cataluña el nuevo invento creado de la nada socialista por la burguesía nacionalista catalana, el PSC, todavía con el señuelo del subtítulo PSC-psoe, había que vestirlo y besarlo, como al santo, por la peana. Empezaron ofreciéndoles algún carguito o puesto en las listas municipales a algunos de los dirigentes vecinales, con el señuelo de que estando ellos en los ayuntamientos, se colocaban en el centro de las decisiones, y que desde allí podían incidir mucho más en cambiar las cosas. ¡Y vaya si cambiaron! Algunos, los menos, honestamente lo creyeron, hasta quedar defraudados y abandonaron. Otros se deslumbraron con las alfombras, y sobre todo con las nuevas amistades, y posibilidades que se les ofrecía ante su vista. Posibilidades personales, claro. Se sintieron con poder. Muchos de los que antes se desgañitaban en alzar la voz reivindicando, se convirtieron en realidad en el dique que impedía que las reivindicaciones prosperaran, por la razón que fuera, o a lo sumo soltaban algunas migajas insignificantes. Le encontraron el gusto al coche oficial, a no tener que ir al tajo, y de disponer de un sueldo que jamás hubieran soñado. Estas prácticas desilusionaron a los vecinos en sus asociaciones, y salvo unas cuantas muy conscientes, que se mantuvieron como verdaderos numantinos, la mayoría, aunque nominalmente seguía existiendo, eran más parecidas a una coordinadora de festejos que otra cosa, que el alcalde procuraba engrasar, para que así siguiran.
Se hizo de forma imperceptible al rpincipio, después descaradamente. El reciente y reluciente poder, que ya había empezado a cambiar la pana por el Armani, las chaquetas de cuero de los mítines, por los fracs de los actos oficiales, en los que se sentían henchidos como pavos reales invitados a la fiesta del rey de la selva–los banqueros–. Y lo de compañero se había dejado para cuando se organizaba un acto de partido para que los nuevos amos del tinglado, en perfecta armonía con los anteriores de la dictadura, recibieran el aplauso enfervorecido, entusiasta, que aun los ensoberbecía más. Y, como dijera el jefe, para "morir de éxito". Y desde luego lo tuvieron; tanto fue así que a pesar de que se empeñaron en ir liquidando conquistas sociales de muchos años, como el Estatuto del trabajador de Suárez, muy favorable a los trabajadores, una y otra vez ganaban las elecciones, porque "eran de los nuestros". Y claro, los "nuestros" fueron desmantelando todo aquello que previamente molestaba al poder, con el consentimiento ciudadano por su acrítica parálisis social reivindicativa.
La ingenuidad de creerse que por el hecho de que estuviera en el gobierno un partido que se llamaba socialista, que repito estuvo ausente en la lucha contra el franquismo, salvo honrosas excepciones individuales, iba a solucionar los problemas sin que los ciudadanos lo exigieran, era fruto de la falta de cultura política que anidaba en la sociedad, cuya parálisis mental se potenciaba desde las instituciones. Y el populismo demagógico joseantoniano del jefe de filas, reducía la participación social a sus deseos de no ser molestados y que a le gente les bastara con ir cada cuatro años a echar el voto, para que ellos, sin la intervención ciudadana, hicieran lo que se les antojara, ¡y vaya si lo hicieron! Y lograron, no sólo liquidar el asociacionismo vecinal, sino que domesticaron a los sindicatos llamados mayoritarios, convirtiendo a sus cúpulas en meros beneficiarios del sistema, que "protestaban", de vez en cuando, más para justificar su existencia, y como dique de contención, para que no pudiera haber alternativa.
Por esta dura historia impuesta, y por puro sentido común por la larguísima y amarga experiencia, es fundamental, que el Movimiento Democracia Real, Ya, o Movimiento 15-M, o Ágora o como al final acabemos llamándole, siga en la brecha, organizando a los ciudadanos, piensen como piensen, sin que haya líderes susceptibles o proclives al chalaneo. El señuelo de que desde las instituciones dentro de un partido de los que existen hoy, con sus vicios tan arraigados, se puedan cambiar las cosas, ya no puede colar. Y sobre todo la conciencia que poco a poco debe ir calando entre la ciudadanía, de que haya quien haya en el gobierno, sobre todo mientras no se democraticen de verdad las instituciones, pero incluso siendo así; y más si están "los nuestros", porque el poder tiende al autoritarismo, y como sabemos, los llamados "nuestros" pueden ser tan corruptos como "los otros", hay que mantener a las asociaciones como entes reivindicativos y de lucha. Y abortar cualquier intento por parte del poder de integrarlo en su pesebre, a golpes de talonario, que como sabemos pagamos nosotros. Y que la Asamblea sea el único órgano de decisión, sin que ningún portavoz tenga otra autoridad que esa, la de llevar la voz de la Asamblea. De lo contrario volveríamos a perder una gran oportunidad, quizá para generaciones, como ya ha costado, desde aquella traición de la transición del reparto, en regenerar la ética perdida y los comportamientos de los políticos, convertidos en casta aparte muy bien remunerada, sin relación con los problemas ciudadanos, a los que les preocupa más contentar a los poderes fácticos–la Banca y la Iglesia, entre otros– que a los que en teoría representan, los ciudadanos.
U. Plaza
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