miércoles, 19 de septiembre de 2012

SANTIAGO CARRILLO


  La escena política que hoy padecemos, de corrupción generalizada y gobiernos al servicio de los poderosos, y por lo tanto de pérdida de derechos ciudadanos, la que ha dejado en papel mojado la Constitución –que nunca se aplicó en favor de la mayoría–, los elogios que se le dedican tras su muerte a quienes fueron protagonistas, de lo que se llamó la transición, es sumamente interesada, falsa y envenenada; toda vez que no se corresponden dichos elogios, con la liquidación de la dictadura en lo que dicen fue un cambio modélico, y en en el que fueron protagonistas los ensalzados, tras su muerte. 

  Porque el resultado fue  un trasvase del franquismo, al posfranquismo, para su adecentamiento, un simple lavado de cara; pero en el que todos los resortes de poder de la dictadura (Banca, Iglesia, gran empresariado entre otros) no sólo quedaron intactos, sino fortalecidos, ¡y de qué manera!
  
   La muerte del que fuera secretario general del PCE, Santiago Carrillo, durante 22 años, e incluso muchos más ya que lo venía siendo de facto aunque figurara como tal Dolores Ibárruri, no ha sido diferente. Todo son elogios de entrada, que lo que hacen es hundir al personaje, para los que fueron los suyos. Los medios de manipulación se abonan a todo tipo de navajeo para llevar el agua a su molino, precisamente elogiando aquello que más favoreció que las cosas fueran como fueron y nos llevaran hasta aquí. 

   Conocí a Santiago en París en el verano de 1966, en una comida de despedida que el Secretario general del PCE nos ofreció a tres jóvenes de  la Juventudes Comunistas, dos compañeros, un chico y una chica madrileños y a mí, que procedía de Cataluña, a nuestro regreso de los países socialistas, tras nuestra participación en Sofía, Bulgaria, en la Asamblea de la Federación Mundial de la Juventud Democrática (FMJD), y del posterior viaje por la Unión Soviética. Después volveríamos a coincidir, ya muerto Franco, en un acto en Tarrasa, en la sede local del PSUC y en el Ayuntamiento. 

   El Carrillo que conocí en París, era muy diferente del que conocí después en España. En aquel primer encuentro me pareció un hombre de una inteligencia suprema, con una capacidad enormemente persuasiva con sus interlocutores, muy por encima del resto de los dirigentes del momento que conocí. Eso lo mantuvo toda su vida; pero del que percibí una enorme dosis de voluntarismo sobre la situación real de  España,  en aquel año de 1966. Lo que me hizo dudar, entre si realmente Santiago estaba bien informado de lo que pasaba en el interior de España –que yo había dejado hacía un par de meses–, o si lo que estaba haciendo  el secretario general del PCE era inyectándonos moral a unos jóvenes con escasa experiencia y con mucho tiempo por delante, y sin duda receptivos a sus palabras.  

  Lo que no cabía duda era de que su sola presencia, su socarrona voz y argumentación hacían que nuestras convicciones en la lucha antifranquista se reafirmaran. Prácticamente era Carrillo, él solo la reunión. Los demás camaradas –Ignacio Gallego, y Román que estaban presentes entre otros–prácticamente no intervenían.

   Pero a Santiago Carrillo le conocí otra variante que a la postre fue lo que le dio la fama que hoy elogia la derecha, y que entonces algunos lo vieron como positivo y como gran negociador. Pero había otra, que sin embargo fue lo que constituyó, a mi juicio, lo peor de Carrillo durante aquellos años. Él estaba empeñado en rodearse de  toda una serie de personajes, y afianzarse con ellos, que fue a la postre, lo que llevó al PCE, el Partido por excelencia, a su división, a la hecatombe. 

   Basta hacer un somero repaso de todos aquellos personajes, que entonces compartían responsabilidades en el Comité Central, con Santiago, para entenderlo: la inmensa mayoría de aquellos personajes hoy son furibundos defensores del liberalismo salvaje y criminal que nos está dejando, como apuntaba más arriba, sin derechos. Algunos de ellos pasaron primero por el PSOE de González, principal artífice de la liquidación de una izquierda digna de tal nombre. Entre ellos algunos señeros economistas y algunos periodistas, que hoy arrastra sus culos en los pesebres de la extrema derecha como propagandistas de las virtudes del saqueo neoliberal. Eran, como se suele decir, enanitos  infiltrados, con ideas y tareas muy concretas dentro del Partido.

 Ése fue a mi juicio el peor papel que jugó Carrillo, a pesar de que estoy seguro de que lo hizo creyendo que fortalecía el Partido en unos momentos difíciles y de crecimiento, pero con una idea patrimonialista del mismo. Los acuerdos con los que llegó con Suárez los decidía él sin contar con el Partido ni con el resto de la Dirección –si acaso con los que propiciaron su hundimiento, pero no con los dirigentes obreros–.  Tuvo más confianza en esos personajes, que no eran sino parte de la derecha, que en los trabajadores, en sus dirigentes obreros y en la organización –algunos ciertamente seducidos por él y que después acabaron dando pasos hacia el abismo cómodo de sus intereses personales–,  con los que habían hecho del Partido en el interior la gran organización de lucha y el intelectual colectivo que fue. 

   Todos aquellos personajes en realidad estaban en el Partido para liquidarlo –en el PSUC se hizo algo paralelo, con el resultado de una formación de  derechas nacionalista–, ya fuera por la vía de convertirlo en un instrumento inservible para las clases populares, o bien dinamitándolo directamente desde dentro con los mismos objetivos. 

   Después, en esa ola de alegrarle los oídos a los sectores más reaccionarios, hasta hizo elogios desde Estados Unidos hablando de la liquidación  del leninismo –otra metedura de pata–, lo que empezó a crear recelo entre la militancia, de forma burda y poco inteligente, por parte de un hombre que lo era sumamente, dejando un mensaje demoledor dirigido a unos militantes que habían sabido convertir el viejo partido en uno moderno, pero que habían sido educados en unos principios a los que no estaban dispuestos a renunciar, aunque  Carrillo y algunos otros nos lo vendieron como un acto avanzado y de inteligencia política. 

  Así el partido, es decir sus militantes, cayeron en un estado de incertidumbre y de luchas internas, que fueron aprovechadas por la derecha ya colocada en cargos de responsabilidad en el Partido, con el preciado apoyo de los medios, que apostaron por los sectores de la derecha, que movían el cotarro, al tiempo que desprestigiaban a los comunistas. Y entramos en barrena, liquidando o anulando la única fuerza política digna de tal nombre, durante la dictadura.

  Y lo que muchos militantes de la época no llegamos a comprender, fue que Santiago Carrillo, una vez expulsado del partido, por los mismos que él alimentó y mimó, en lugar de tratar de hacer un análisis de la situación con muchos militantes, que sin estar de acuerdo con él y sus últimas derivas, eran sus camaradas, sin embargo, y podían enderezar la situación; y que se dedicara a crear más divisiones, creando otra formación si pena ni gloria, y en la práctica liquidando lo que quedaba de aquel gran Partido de la clandestinidad. 

   Si alguien tiene dudas de lo que digo, respecto a lo nefasto que fue aquel enamoramiento con aquellos personajes por parte del secretario general,  yo invito a que los aficionados a escarbar en los acontecimientos de la época en el PCE,  recuperen los nombre de muchos de aquellos que se llamaban, eurocomunistas  y que estaban en la Dirección –en el Comité Ejecutivo y Comité Central, y hasta en el Secretariado–, y vean qué recorrido hicieron, dónde están ahora, dónde acabaron. Es muy aleccionador. 

   Santiago Carrillo en sí mismo es un gran trozo de la historia de España, al que hay  tener en cuenta y rendirle el merecido homenaje tras su muerte. Pero Carrillo era lo que era, porque en la España de la dictadura, muchos hombres y mujeres crearon con su sacrificio, con su abnegada lucha, una organización fuerte, tolerante y democrática; y que al final fue dinamitada por fuerzas diversas y ambiciones, ajenas, pero también  interiores,  cuando llegó lo que creímos iba a ser una democracia y no un lavado de cara de la oligarquía, la que apoyó el golpe franquista, para aparecer como democrática. Hoy vemos los trágicos resultados para las clases populares.

  Como hombre de izquierdas, no me cabe más que rendirle mi humilde homenaje a un hombre que con todos sus aciertos y errores, es parte de la historia del movimiento obrero. Pero los elogios que estos días le prolifera la derecha, no lo dejan en buen lugar. A parte de que el que fuera republicano, se olvido arteramente de la República, aceptando la monarquía como algo natural, de forma humillante para los miles de españoles que cayeron luchando por la República.

U. Plaza